Nati García: «Ver reír a Jon cada día es la mayor fuerza para seguir luchando»

JAVIER M. DE LA HORRA

Pongámonos en contexto. Más de 140.000 vascos padecen una enfermedad rara. Se llaman así, raras, porque son enfermedades con una frecuencia (prevalencia) baja, menor de 5 casos por cada 10.000 habitantes. La mayor parte de estas enfermedades no tiene cura: los laboratorios no las investigan (no son rentables), los médicos no tienen tratamientos o estos son muy caros, y las instituciones públicas no tienen capacidad en muchos casos para comprometerse. Los pacientes y sus familias han adaptado su día a día a la enfermedad hasta convertir sus vidas en un arte, en una experiencia de aprendizaje continuo frente a un futuro incierto. Este sábado 28 de febrero es el Día Internacional de las Enfermedades Raras y en BBN las hacemos visibles gracias a FEDER, la asociación de afectados.

Hemos hablado con dos mujeres que conviven con una enfermedad de este tipo. Una de ellas es Nati, madre de Jon, un niño de 9 años con una extraña enfermedad mitocondrial. Los médicos le dijeron que Jon probablemente no supere los 10 años. La otra es Mercedes Segarra, una mujer de 53 años con una enfermedad llamada Fiebre Mediterránea Familiar. No puede andar más de 200 metros porque el dolor la paraliza.

Estas son sus vidas:

Nati García, 40 años. Madre de Jon Francés, un niño de 9 años con una extraña enfermedad mitocondrial.

«Jon nació en mayo de 2005 y todo parecía normal. El test de apgar que hacen a los recién nacidos fue normal (9/10), y nos fuimos a casa con un niño aparentemente sano, que dormía y comía bien. Antes de los 2 meses le ingresamos porque se atragantaba. Nos dijeron que tenía apneas, y ahí empezaron a hacerle algunas pruebas. Una de las pediatras que lo veía, enseguida comenzó a sospechar que algo no iba bien, y nos dijo que tenía un poco de retraso psicomotriz. Cosa que no nos podíamos creer, pero que nos pusieron sobre la pista: observamos que no hacía las cosas que hacen otros bebés de su edad, que no fijaba apenas la vista ni parecía reconocernos cuando le hablábamos. Nos derivaron al servicio de neuropediatría, y ahí empezaron a hacerle un sinfín de pruebas durante los 3 primeros años. Todos los resultados eran normales, pero la evolución de Jon no lo era: no evolucionaba apenas nada.

Jon 2

El diagnóstico llegó cuando faltaban días para cumplir 3 años. No fue completo: a día de hoy, con casi 10 años, no sabemos cuál es el gen que ha mutado. Sabemos que tiene una enfermedad mitocondrial: le faltan aproximadamente el 80% de sus mitocondrias, que son las encargadas de producir la energía en las células. Estas enfermedades pueden afectar gravemente a cualquier órgano del cuerpo, en el caso de Jon al cerebro. Su afectación clínica es que no se mantiene en pie, no habla, no conecta apenas con el entorno, tiene epilepsia de difícil manejo, hipotonía muy severa, y no sabemos lo que es capaz de comprender. Afortunadamente creemos que no tiene dolor, porque él sonríe todos los días, y al contrario que muchos otros afectados, a día de hoy no ha sufrido ninguna regresión ni degeneración. El día que recibimos el diagnóstico me sentí feliz, pensando en un posible tratamiento, pero descubrimos que no lo había.

Los tres primeros años fueron muy duros: tienes que asumir que la vida de tu hijo será completamente distinta a la que habías imaginado. Además, pasábamos los días en el hospital… prueba tras prueba. Con angustia, porque la epilepsia nos hacía visitar incontables veces la unidad de urgencias, en temporadas hasta 2 veces por semana. Entraba en estatus epiléptico, lo que consideraban muy peligroso para su vida.

Te sientes muy sola, incomprendida en ocasiones, frustrada, y como que el tiempo se te va de las manos. Sobre todo eso, que está pasando un tiempo crucial para el niño, siempre con la esperanza de encontrar un diagnóstico con tratamiento. Entre prueba y prueba pasaban más de 6 meses, porque todo es muy lento. Desde que piden la prueba, se la hacen y después llega el resultado, los meses parecen eternos. Otra de las cosas serias que tiene el hecho de no tener diagnóstico es que a veces se administran tratamientos que te pueden dañar seriamente. Como en el caso de Jon, en el que un antiepiléptico le perjudicó, y tras el diagnóstico supimos que está contraindicado en estas enfermedades. Enfermedad rara

Más o menos te imaginas cómo va a ser tu vida, digamos que tienes un esquema idealizado. Pero cuando algo pasa, todo cambia. Tienes que adaptarte al día a día, más cuando ni siquiera sabes cómo va a ser el siguiente, cuando ningún médico te puede decir cuál será la evolución porque no hay diagnostico, o si lo hay no sirve de gran ayuda. Todo es nuevo. Vives con mucho miedo y desconcierto al principio, no te deja disfrutar de los pequeños momentos de alegría como a cualquier padre. Situaciones cotidianas como ver a los niños jugando te causan dolor, porque el tuyo ni siquiera es capaz de sujetar su cuerpo sentado. Sentía tristeza, o rabia o impotencia…

Te sientes solo, en parte porque el dolor hace que te aísles, otras porque es el entorno el que lo propicia. Por ejemplo, la primera vez que pudo divertirse en un columpio fue con 5 años, porque los parques no estaban adaptados para poder jugar. Por ello decidimos solicitar la adaptación de parques de columpios para niños con diferentes capacidades.

Nuestras horas de hospital ocupaban gran parte de nuestra vida. Tuve que dejar de trabajar, era impensable poder compaginar un trabajo con todo ello. Lo que resiente mucho la economía familiar: restamos un sueldo y añadimos un sinfín de gastos derivados de la enfermedad, como medicamentos, productos ortopédicos y específicos, terapias, viajes a otros hospitales…

Por otro lado, aprendes a disfrutar de manera distinta de las cosas, de una forma menos material y más emocional; un gesto, una sonrisa, un minuto sentado solo cuando pensabas que nunca lo conseguiría… Verlo reír cada día es la mayor fuerza para seguir luchando. Lo mismo su padre (Juan José) que yo tratamos de disfrutar a diario con él. Verlo reír en el agua, o cuando le das algo que le agrada es una satisfacción, cualquier mínimo avance, para nosotros es motivo de celebración. Como dice una amiga nuestra, tienes que reinventar tu vida, adaptarla a su ritmo, estado y circunstancias, y después, vivir.

Nunca imaginas lo que eres capaz de hacer, aguantar o pelear hasta que no te queda otra opción que hacerlo. Convivir con una enfermedad rara a mi me ha enseñado muchas cosas: respetar, aceptar, intentar ponerte en la posición del otro antes de juzgar, y sobre todo disfrutar de la vida, de cada día que vivimos juntos. Porque cuando le diagnosticaron nos dijeron que posiblemente no superaría los 10 años de edad, y ello me atormentó durante unos meses, pero después me enseñó a creer en él, a vivir cada momento, y no pensar en el futuro derrochando el presente. Está a punto de cumplir los 10, hace mucho que me dejó de asustar esa cifra. Solo quiero que sus días (y los nuestros) estén llenos de sonrisas.

Sonríe-Jon

Lo que se echa en falta en el servicio público es una unión o coordinación entre todos los profesionales que trabajan con el niño para tratar la enfermedad de forma global y consensuada, incluyendo el papel de la familia, que algunas veces se obvia. Pero antes de todo creo que es importantísimo establecer protocolos de actuación en medicina de familia y pediatría, porque si bien es imposible conocer todas las enfermedades raras que hay, si deberían saber qué hacer cuando se presenta un caso así, qué pasos dar y a quien derivar.

Y por último, resaltar la importancia de la investigación, porque cuando muchas de estas enfermedades generan tal discapacidad y no existe tratamiento, la única esperanza para las familias es la investigación. Por ello, muchas asociaciones como la nuestra, AEPMI, deciden promover la investigación de manera privada, en muchos casos recaudando fondos con iniciativas solidarias. Las familias de AEPMI llevamos años muy comprometidas, organizando eventos y promoviendo campañas de captación de fondos para que se investigue. Una de estas campañas en las que colaboramos es la recogida de móviles en desuso. Todo el dinero recaudado irá exclusivamente a al investigación de estas enfermedades mitocondriales».

Mercedes Segarra, 53 años. Padece Fiebre Mediterránea Familiar.

«Mi enfermedad procede de una mutación en el brazo corto del cromosoma 16. Es de herencia recesiva, es decir, los progenitores deben tener un alelo del gen, aunque no padezcan la enfermedad, y aún así, solo hay un 25% de probabilidades de que la descendencia lo padezca. En mi caso somos 6 hermanos y solo yo la padezco. Tardaron en diagnosticármela 42 años. Los primeros brotes empezaron a los 7 años, pero he estado sin diagnóstico hasta los 49. Ese año tuve un brote muy grave, y un médico de urgencias sospechó que podría ser una enfermedad autoinflamatoria. De allí pasé a medicina interna y a genética molecular. Me hicieron los análisis en el Hospital de Cruces, pero los mandaron al Clínico de Barcelona, que es el único de España que realiza estas pruebas.

Mercedes Segarra

En mi caso, lo que sentí durante el proceso de diagnóstico fue incertidumbre por una parte, y felicidad por otra, ya que por fin se ponía un nombre a lo que me pasaba. Para mi fue fácil, liberador y también duro, porque no hay medicación ni cura. Solo paliativos y un medicamento para frenar la aparición de otra enfermedad. Por una parte es casi incomprensible para los médicos que haya llegado a mi edad, y por otra, he empezado tan mayor a tomar el medicamento que mi pronóstico no es muy bueno.

No puedo hacer una vida normal, por una parte porque cuando tengo un brote tengo fiebre, poliartritis, afección intestinal, peritonitis estéril, y algunas veces pleuritis. Cuando el brote pasa, a veces queda afectada alguna articulación y necesito rehabilitación. Como todas estas enfermedades, la Fiebre Mediterránea Familiar es degenerativa. Vaya, que estoy hecha una piltrafa… (risas). En estos momentos estoy en el proceso de conseguir la invalidez. Siempre he trabajado, aunque también es verdad que he perdido muchos empleos por la enfermedad. Me valgo por mi misma para casi todo, pero no puedo andar mas de 200 metros porque el dolor me paraliza. Tampoco puedo permanecer de pié mucho rato, ni hacer esfuerzos, porque se dispara la fiebre y la inflamación, y de eso al brote solo hay un paso.

Lo que más echo de menos es una atención de rehabilitación continua. Pagar la fisioterapia es muy cara, imposible para mi. También es un problema que las pomadas antiinflamatorias efectivas no entran por la seguridad social, y las cremas dermatológicas tampoco, y son muy caras. Otra cosa que es fastidiosa es lo que tardan en hacerte algunas pruebas que te manda el médico internista, porque las pruebas las hacen a nivel ambulatorio y algunas tardan meses.

Por lo demás, estoy muy contenta desde que me atienden en el Hospital de Basurto. Lo realmente duro de esta enfermedad es no haber tenido diagnostico durante tantos años. También que algunos médicos, incluido el reumatólogo del ambulatorio de Las Arenas, me hayan sugerido ir al psicólogo, incluso al psiquiatra, por hipocondríaca, porque dicen que somatizo «muy mal las emociones» por el erróneo diagnóstico de fibromialgia. No quiero que nadie me haga pasar por loca, exagerada o lo que es peor, cuando te dicen abiertamente que estás mintiendo».

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